El absoluto silencio precedió a un ruido cercano y ronco.
Los latidos lo sacaron de la inconsciencia, su respiración forzada le reveló el dolor de su pecho.
Lo había conseguido.
Empleando toda la fuerza de voluntad que su conciencia le permitía reunir consiguió, en primer lugar, situarse en un lugar frío y oscuro, en segundo lugar recobrar la sensibilidad en sus doloridos miembros, que despertaban al mismo ritmo que su consciencia.
Lo había conseguido.
Pero no recordaba qué.
El frío le provocó unos temblores tan terribles que se vio atraído de nuevo al suelo. Rápidamente, se hizo a la idea de su situación. Sin memoria, sin luz que le iluminase camino alguno.
-Lo he conseguido -fue lo primero que dijo. Lo dijo porque necesitaba escucharse, demostrarse que estaba vivo. Y porque lo había conseguido.
Tras escuchar su voz modulada y segura, comenzó a escuchar también todos los sonidos que se amontonaban a su alrededor, en capas superpuestas de densa información indescifrable. Incapaz de asimilar la información que recibía, insistió en levantarse de nuevo y tantear los muros que se echaban sobre él cuando les tendía las manos frías. Sus pies desconocidos le mantenían dificilmente en pie, pero decidió también avanzar, confirmando que se encontraba en un pasillo. Estaba en un pasillo, ¿pero qué había conseguido? Sus dedos rozaron toda la superficie de los muros metálicos que pudieron, hasta que el frío se le incrustó en su consciencia. Instintivamente, pretendió darse calor frotándose los brazos y los costados. Entonces advirtió que llevaba puesta una prenda larga abierta por la espalda. Era una bata, seguramente blanca, utilizada por los científicos. Era un gran avance. Ahora sabía que sabía qué era una bata de laboratorio, sabía que sabía qué era un pasillo y cómo era su cuerpo, pero no sabía dónde estaba ni quién era. Ni qué había conseguido.
Lentamente, con cierta seguridad acerca de lo que iba a encontrar, se pasó una mano temblorosa por la cabeza y notó al instante un tacto húmedo. Acercó los dedos mojados a la nariz e inspiró el agradable olor de la sangre. Era lo único que había sentido desde que había despertado, lo único que había sentido en su vida, en realidad. Ahora firme, avanzó por el pasillo a un paso lento y titubeante. Sus pies temblorosos no se decidían a sucederse uno tras otro en lógico orden. La misma estabilidad del mundo dudaba ahora. Un crujido inmenso cruzó el espectro de sus sentidos y su cuerpo se vino abajo de nuevo. Ahora pudo levantarse de un rápido salto y continuar avanzando de inmediato. El pasillo se había inclinado. Todo cuanto conocía por ahora era inestable, precariamente firme. Al menos la oscuridad, la ignorancia, el frío, el dolor, seguían presentes, eran ya una constante, su constante. Y lo agradecía.
Una pared. Sus dedos alcanzaron, al fin, una pared. Tardó unos segundos más en constatar que se encontraba en un punto en que tres paredes se encontraban. Era el fondo del pasillo.
Otro crujido inmenso se sumó a su breve lista de experiencias. De nuevo, el mundo se bamboleó, ahora más intensamente. Una nueva oleada de extraños ruidos, ajenos a su lenguaje, llegó acompañada del brusco cambio de sus constantes particulares. Las paredes, el techo y el suelo se fusionaron en la misma masa caótica de conceptos inservibles, su cuerpo dio a parar a un nuevo suelo, el frío fue reemplazado por el calor y el más intenso dolor que le provocaron los golpes. Después, el vacío.
Durante un instante, ninguna parte de su cuerpo tocaba materia alguna, aparte de la bata blanca de laboratorio. Pero no era el vacío. No sabía cómo se llamaba, ni dónde estaba, ni qué había conseguido, pero sabía que se encontraba en un entorno en gravedad cero. Un poderoso aluvión de preguntas llenaron su mente. Tenía la esperanza de que hubiese algo, pero lo poco que había visto había desaparecido en un segundo. Tenía la esperanza de saber de dónde venía esa bata impecable que llevaba, quería ver la mancha de sangre que había dejado al golpearse la cabeza, quería saber. Se hizo a la idea, simplemente, de que la vida era eso. Era flotar en un pasillo oscuro, privado de conocimientos, salvo el lejano tacto del metal, sabor del frío, olor de la sangre. Flotando en la negrura, rodeado de insondables oscuridades rellenas de extraños ruidos amortiguados, hasta que una presencia fría y firme rozó su brazo. Esperanzado y casi aterrorizado, tendió sus manos hacia esa presencia. Sus dedos se apoyaron en el metal y lo recorrieron con tanta fuerza que pareciera que fuera a desgarrarse. Un torrente de luz, tan inmenso que ocupaba todo el Universo. Tan denso que atravesó su cuerpo. Con el impulso de un brazo y el corazón golpeando las costillas, se volvió para encararse a lo que seguramente era el Dios Creador de aquel Universo suyo.
De entre todos los sonidos que habían conformado las lejanas cúpulas de la realidad inmaterial, uno ascendió hasta su conciencia, y creyó con toda la fuerza de su creencia que era la voz del pasillo incrustada en su consciencia, pero al segundo la reconoció como la voz de una mujer a la que conocía desde hacía mucho. Ahora, del mapa inmenso de la realidad, conocía una larga y compleja línea costera tan sólo, pero era lo suficiente para desterrar todo lo irreal e ilusorio que se había apoderado de su mente. Ahora conocía y a la vez desconocía cuál era la naturaleza de todo. Una seguridad afloró a su consciencia con la fuerza de la luz que le había despertado al fin, era un pensamiento que le acompañaría a lo largo de toda su larga vida, fuera lo que fuese que tuviera que recordar, lo abaría recordando. Era ahora un camino cuesta abajo, que debía recorrer con algún que otro esfuerzo, pero que terminaría de recorrer algún día. Tenía la seguridad de ello, al igual que sabía que la mujer que tenía frente a sí era la dueña de la voz y que era la hora de salir de su mundo frío e inerte.
Se sorprendió recorriendo los ardientes y gélidos, oscuros y fulgurosos, terroríficos pasillos de la nave espacial en la que, no muchas horas antes, se había embarcado esperando permanecer durante casi cuatro años. Jumiko. Así se llamaba la nueva entidad creadora de la realidad que conocía. A medida que Jumiko le fue recordando todo lo imprescindible para que se apagasen los furiosos fuegos de la curiosidad de un amnésico, iba olvidando sus palabras concretas. No sabía ahora cómo le había hablado Jumiko, qué palabras estaba utilizando, o en qué lengua se las transmitía, pero sabía lo que significaban, e imprimía su contenido en la tabula rasa que era su memoria. A la vez, como pudo constatar mucho tiempo después, Jumiko lo fue salvando de los peligros que inundaban la agonizante estructura de metal chirriante. Le contó al menos una vez qué había ocurrido exactamente en aquel lugar, pero su consciencia no pudo descrifrar correctamente los datos, o estos eran inconclusos. Al fin, Jumiko lo había conseguido. Habían llegado al lugar que se había fijado como objetivo.
Durante un solo instante, se preguntó si más allá de ese punto no se encontraría el final de su vida, pero se sorprendió respondiéndose en voz alta.
-Huir.
-Eso haremos -dijo Jumiko-. Tenemos que hacerlo, Dominic. Aquí moriremos.
Había mencionado su nombre varias veces, pero fue en ese momento cuando caló en su cerebro y se instaló al fin en su endeble memoria. Se encontraban suspendidos en el aire frío de una sala alargada. A ambos lados una serie de artefactos voluminosos abiertos y receptivos. Se subieron al más cercano, ocuparon sus dos asientos y Jumiko cogió los mandos. Tras presionar unos cuantos interruptores y teclear algo en una consola, el aparato cerró la portezuela y se presurizó. Por la expresión de Jumiko, Dominic pudo averiguar que estaba segura de lo que estaba haciendo, pero estaba asustada. Se asustó al comprobar que él no lo estaba. Pocos segundos más tarde, el módulo de escape comenzó a adentrarse en un oscuro tubo que tenía a la espalda. Una escotilla blindada se cerró ante ellos y se hizo la oscuridad, rota tan sólo por el brillo de las luces de la consola. Otra capa blindada, perteneciente al módulo mismo, se cerró dejando tan sólo un pequeño hueco por el que atisbar la oscuridad exterior. Otra corta secuencia de teclas presionadas y una gran aceleración expulsó al módulo y lo introdujo en una oscuridad más inmensa.
El espectáculo, terrible y hermoso a la vez, ocupaba ahora todo su estrecho campo de visión. La Prometheus se desintegraba a gran velocidad, liberando gases y oleadas de fuego que se expandían por el vacío sin control. Junto a la nave, el experimento fallido de la mayor empresa tecnológica que la Humanidad había visto nacer comenzaba a mutar en una forma más bella y terrible aún. Los restos del Celeritas II fueron los primeros en caer al agujero de luz y oscuridad que dominaba la escena. Un pequeño cúmulo de esferas negras rodeadas de incandescentes gases púrpuras y azulados estaba ahora reclamando la Prometheus para sí. En menos de un minuto, la nave había desaparecido, engullida por el precioso monstruo, que seguía absorviendo materia mientras derramaba aquel gas inmaterial y brillante. Jumiko gritaba palabras o frases que Dominic, maravillado con el espectáculo, no podía escuchar. A pesar de todas las maniobras que Jumiko intentó, el módulo, junto con el resto de módulos que habían salido antes y después de la Prometheus, todos ellos ocupados por personas a las que Dominic no conocería ni conoció jamás, cayó dentro de la informe masa negra que era ahora el monstruo. De nuevo, toda luz desapareció, dejando que la oscuridad ocupara su lugar. Todo rastro de calor se desvaneció, dejando tras de sí el frío que dominaba ya la gran inmensidad del universo. También entonces dijo algo Jumiko, seguramente serio y trascendente. Dominic no lo recordó más tarde, pero sí supo que era ciertamente serio y trascendente, y que fue lo último que olvidaría mientras viviese.
Olas.
El sonido reconfortante y cálido de las olas meciendo el mundo. Su mundo. Pasó una eternidad. Pasó un segundo.
La oscuridad se abrió para dejar paso el profundo azul del fondo marino. La Tierra, desde aquella altura, no era más que eso, azul. La inmensidad azul que ocupaba todo su pensamiento, toda su visión. Fue vagamente consciente del efecto de la gravedad sobre sus doloridos músculos, del dolor que tanta luz reflejada por las limpias nubes cristalinas le causaba en sus ojos. Su visión no cambió. Hasta que se estrellaron en la durísima superficie del agua de algún inmenso océano, todo lo que veía era el azul. Después, la oscuridad, de nuevo.